El otro día me acerqué
a una librería de montaña, iba en busca de una guía de escalada recién editada,
ya puesto me dediqué a curiosear por las estanterías, en una de ellas andaba la
guía de Panticosa de Juan Luis Salcedo, al que había conocido hace poco, algo
más tarde le pedí a la dependienta algún libro, que no fueran guías, de Juan
Luis; tras un rato de hurgar por las estanterías me trajo "La montaña como
pretexto", al hojearlo apareció la foto de un sherpa con su familia.
¡Andaaa, pero si es Chowang! Me dije. Multitud de recuerdos me vinieron a la
cabeza en fracción de segundos.
Chowang Rinjee
Sherpa
* * *
En
la primavera de 1.991 mi amigo Tapi me ofreció acompañarle a un viaje a Nepal
en el periodo post-monzónico, la idea era hacer algo más que un Trekking, pues según
me contó la ruta se salía de lo normal, esta ruta tenía varios cinco miles y un
pico con dos cumbres de más de seis mil metros.
Desde
el primer momento, y a pesar de que mi experiencia en altura era escasa, ya que
solo había estado una vez sobre 4.000 m, sabía la respuesta que le iba a dar, me
estaban planteando el primer viaje serio de mi vida, y la negativa no iba a ser
la respuesta, y menos si el viaje era al corazón del Himalaya. Aunque allí tuve
experiencias únicas e irrepetibles, hubo una que me dejó profunda huella, esta fue
la de conocer a Chowang Rinjee, mi primer Shirdar.
La
primera impresión al conocer a Chowang fue que era una persona triste, tenía la
mirada algo perdida y le costaba esbozar una sonrisa más que al resto de los
sherpas y porteadores que nos acompañaban, posteriormente me enteré del motivo de su tristeza, no
hacía mucho su expedición había tenido un accidente con trágicas consecuencias
de la que él había escapado de milagro. Según iba discurriendo nuestra expedición
se le iba aliviando el semblante, no terminó de relajarse, al menos conmigo,
hasta que uno de nuestros porteadores le contó lo sucedido bajando del Cho-La.
Lo
que ocurrió en aquel collado no fue cosa del otro mundo, según subíamos me alejé
a una colina cercana en buscar de “la foto perfecta”, cuando me reincorporé de nuevo
a nuestra pequeña caravana lo hice en última posición, iba incluso detrás de
los porteadores que nos subían las cargas. En lo alto del collado vi a tres
porteadores rezagados dudar, me tocó ayudarles a bajar por una pequeña
pendiente de hielo. Cualquiera podría haberles echado una mano, pero lo hice yo
pues iba con ellos cerrando el grupo. Tallé un poco más profundos los pequeños
escalones que habían hecho en el hielo los que nos precedían, y subí y baje
tantas veces aquella pequeña pendiente como porteadores ayudé a bajar.
Porteador bajando del
Cho-La, 5420m, una vez pasada la placa de hielo
A
partir de aquel insignificante hecho me tuvo siempre en consideración.
En
los siguientes días nuestras conversaciones, en un inglés bastante chapucero,
al menos por mi parte, iban aumentando.
Días
más tarde llegamos al campo base del Lobuche, nuestro seis mil, yo llegué con
fuertes dolores de cabeza, esa noche mi estómago solo admitió un poco de caldo
y unas migas del pastel del cocinero, no pegué ojo en toda la noche, tenía
incluso pesadillas. Una de ellas aun la recuerdo, me había quedado en el
collado que separa las dos cumbres del Loguche y mi cansancio no me dejaba ir
ni para adelante ni para atras, pues por todos lados había cuestas. Al día
siguiente cuando le dije a Chowang que no subía note la decepción en su
rostro, me animó a intentar subir, pero aceptó mi decisión de buen grado al yo hacerle
un extraño gesto con las manos, que indicaba que en mi cabeza rondaba el mal de
altura, lo dejé con los preparativos de los que subían.
Los
dos días siguientes, mientras Chowang y mis compañeros intentaban el pico, me
los pase de paseo por Chhukung y sus alrededores, Chhukung es un pueblecito
que está algo más bajo, allí me recuperé del mal de altura pero no del
agotamiento, de ánimos andaba también regular, pues veía como se me había
escapado un sueño entre mis dedos.
Aunque
mis compañeros tuvieron que abandonar el pico, por circunstancias que no vienen
al caso, yo seguía mal de ánimo pues por lo menos ellos lo habían intentado. Tras
el reencuentro bajamos por el valle de Khumbu hacía Lukla, aunque había subido
dos cinco miles, los seis mil metros del pico estrella de la expedición, el
Loguche Peak, me habían echado para atrás, el cansancio acumulado y el mal de
altura había hecho bien su trabajo, y tan bien, pues de mi cabeza huían los
sueños de mi niñez, y yo no hacía nada por retenerlos, los sueños de conquistar
altas cumbres se desvanecían hacia el cielo, como el humo de los campamentos
cercanos de Tyamboche, templo al que nos dirigíamos. Notaba como mi carácter se
había agriado levemente, pues la comunicación con mis compañeros se había
restringido a poco más que monosílabos desganados. Ahora el que debía dar sensación
de tristeza debía ser yo, pues hasta Chowang recortaba los diálogos conmigo al
ver mi estado de ánimo.
Cuando
llegamos a Namche Bazar, Chowang nos invitó a tomar el té en su casa, de
aquello recuerdo a su simpática mujer y algún que otro chaval de corta edad
correteando por la casa de suelos de madera oscura, mientras su mujer nos
servía té “normal”, él se tomaba uno amarillento, debía de ser té tibetano,
hecho con mantequilla de yak, también recuerdo de aquella casa su pequeño altar
budista, donde sobresalían uno cuencos dorados llenos de agua hasta el borde.
Al
día siguiente llegamos a un Lukla embutido en un mar de nubes, los vuelos a
Katmandú eran escasos pues pocos pilotos se atrevían a volar en aquellas condiciones,
pasamos una tarde viendo como otras expediciones, que parecían surgir de la
nada, se colaban delante de nuestras narices en los escasos vuelos que partían,
teníamos la impresión de que aquí solo viajaba el que sobornaba, pues veíamos
circular las propinas con alegría casi a pie de las escalerillas de las
avionetas, nuestro guía español prefirió dejarnos un día más en Lukla antes de
atender a los supuestos sobornos, no es ético nos decía. Por supuesto que su
ética no contemplaba devolvernos la diferencia de precio, entre un día en tiendas
de campaña en Lukla, y otro en un hotel de cuatro o cinco estrellas en Kathmandú.
En
aquel día de relleno, que apareció de improvisto en nuestras agendas, se
organizó una excursión con más pinta de matar el tiempo que de realizar algo
concreto, nuestro improvisado plan consistía en atravesar un bosque de
rododendros, en el que había algún que otro puente en precario que consiguió
que varios de nuestros compañeros se dieran la vuelta, y subir a un pico
cercano de más de 4.000 m sin ninguna gracia. Aunque el mal de altura había
remitido hacía tiempo, me sentía desganado, me apunté por estirar las piernas y
para que me diera un poco el aire, pensaba que al ser la ruta de ida y vuelta me
volvería antes de romper a sudar.
Aún
recuerdo a nuestro shirdar, regateando con su ayudante, un joven Rai, el precio
por acompañarnos a tamaña aventura, la conversación no paró hasta que Chowang
puso en sus manos un par de billetes más.
Empecé
la marcha despacio, apático y bajo de moral, extrañamente las fuerzas empezaron
a volver a mis piernas, de mi mente se fue yendo toda la energía negativa
acumulada en los últimos días por el cansancio y la falta de oxígeno. La
velocidad de mis piernas fue creciendo, de ir el último renegando en cualquier leve
repecho, me vi el primero marcando el ritmo en plena cuesta junto con mi amigo
Tapi, nuestro velocidad creció hasta el punto de que el joven Rai nos tuvo que
mandar parar en varias ocasiones, le hacíamos caso pues entre otras cosas
desconocíamos el camino a seguir. Pero una vez vista la cumbre, y la ruta que
daba a ella, desatendimos las voces de nuestro joven guía, Tapi y yo nos íbamos
jaleando de tal manera que llegamos corriendo a lo alto de aquella “pequeña colina”,
sin que nadie nos pudiera dar alcance. Llegué tan pletórico a la cima que no oí, o no quise oír, la leve bronca que el joven Rai nos debió echar en la cumbre. De vuelta a Lukla,
sumido aún en un bendito mar de nubes, vimos como nuestro joven guía contaba a
Chowang los pormenores de la excursión, en los que se debía encontrar nuestro desacato.
Chowang no nos reprochó nada, en su cara solo había una amplia y noble sonrisa,
tras la sonrisa salieron unas amables frases invitándonos a cenar. Aquella fue
una noche mágica, de las mejores en mi vida montañera, nos dieron de comer todo
tipo de sencillos y típicos manjares del lugar, me daba igual si picaban o no,
pues el chang y la cerveza estaban para mitigar aquel picor, aquella cena
terminó por borrar de mi cabeza el desánimo, tras los postres, Chowang y el resto
de los sherpas, cantaron canciones en nuestro honor, nosotros respondimos modestamente
con las nuestras, por suerte llevábamos un “cantautor” en nuestro grupo, la
alegría se veía en todas nuestras caras, los sueños de mi niñez volvieron a mí
a través de aquellos cánticos.
No
pude remediarlo, el año siguiente, gracias a una de mis “fotos perfectas” que
costeó en gran parte el viaje, volví a Nepal, Chowang y el resto de los sherpas
me había embrujado.
Con
unas sensibles e inteligibles canciones, cantadas bajo la escasa luz de unas lámparas
de aceite, habían conseguido que volviera a sentir el amor por la montaña,
desde entonces ese amor lo llevo muy dentro, ya no discuto con él, ni él hace
amagos de irse, pues volvió para quedarse.
Gracias por todo Chowang.
Junto a Chowang
Nota:
Actualmente Chowang vive en Katmandú, y según me cuentan, hace dos meses ha
tenido su primera nieta, se llama Dolma.
P.D.
Las fotos no son muy buenas, no son “perfectas”, pero bien valen para un
recuerdo. Por cierto, vienen de diapos, aparte de que me las han sacado
desenfocadas están todas al revés (lo de la derecha está a la izquierda), ?!.